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Pinochet: de nuevo. ¡no!

Tengo recuerdos muy c1aros aquel día. Faltaba menos de un mes para mi cumpleaños número once. No sabía nada en particular de la situación de Chile, pero la noticia produjo en mí un extraño impacto. Las imágenes no eran para menos. Un palacio de gobierno estaba siendo bombardeado por el ejército de su propio país, ¿cómo era posible?


Recuerdo que en el transcurso de la tarde hubo varios cortes en la programación para informar sobre lo que estaba sucediendo. Finalmente, por la noche, en el noticiero que se acostumbraba ver en casa supe el desenlace: había muerto el presidente de Chile, y vi la escena en que envuelto en una especie sarape era sacado por soldados el cuerpo de Salvador Allende.


Me invadieron varios sentimientos espontáneos sobre lo que contemplaba aún sin tener, por aquel entonces, elementos para el análisis. El que tengo más claro y recuerdo con mayor viveza es un sentimiento de indignación. Me indignaba que un presidente hubiera sido atacado con tanta saña y ferocidad por su propio ejército. En los rostros de quienes llevaban el cuerpo de Allende no alcanzaba a percibirse sentimiento alguno de consternación. Se les veía más bien apurados por deshacerse del cuerpo; como si éste fuera una especie de indeseable reproche, un estorbo innecesario para la conciencia.


También sentí coraje. No se si sea una inclinación natural del ser humano en general -a veces lo dudo-, pero me sentí identificado con quien había padecido tal acoso y cuya vida había terminado tan trágicamente. La situación me parecía tan injusta


El tiempo, la lectura y las definiciones personales aportaron los elementos faltantes entonces para el análisis y la comprensión de lo ocurrido, y no sucedió más que comprobar y con firmar lo que aquella vez, de manera intuitiva, experimenté ante aquel espectáculo de ferocidad y terror. Supe entonces de la gesta heroica y digna de Allende y del pueblo chileno empeñado en construir su futuro. Supe de la bestialidad de los asesinos. Del terror inaugurado por Pinochet aquel día de 1973, al que yo contemplé a través del televisor, aún blanco y negro, de la casa de mis padres, de la casa de mi infancia.


Lo supe también, por el contacto directo con las víctimas de Pinochet. Mucho después conocí a Fabiola Lettelier, hermana del ex embajador y ex canciller Orlando -del mismo apellido, por supuesto,- quien fue asesinado en Washington en 1976 por DINA, el servicio de inteligencia de Pinochet, colocando una bomba bajo su auto, el cual estalló en céntrica avenida de la capital estadounidense. La operación Cóndor se desarrollaba a plenitud, sin límites territoriales ni inmunidades de cualquier índole. Pinochet no se detenía, en aquel entonces, ante nimiedades jurídicas y geográficas.


La señora Lettelier, abogada de profesión, había conducido el proceso judicial contra Manuel Contreras ex director de la siniestra DINA y, finalmente, sentenciado a prisión por asesinato de Orlando Lettelier. En ella fluía una pasión por la justicia y la defensa de los derechos humanos, y a pesar de que los años habían dejado en ella su reconocible efecto, era tal su espíritu que parecía menguar los efectos del tiempo. Preocupada por algunos compatriotas suyos encarcelados en otra latitud del continente, tuve ocasión de facilitarle un contacto para ayudar en su proceso judicial.

El surgimiento de un decidido grupo de militantes a favor de los derechos humanos, muchos de ellos, víctimas de la dictadura chilena y de sus familiares, fue un efecto no deseado de los años de represión. Es, por así decirlo, el saldo indeseable del terrorismo de estado que durante 16 años y medio asoló a Chile.


Pero no todos los efectos de las dictaduras sudamericanas fueron de tal naturaleza. Algunos fueron devastadores y cambiaron definitivamente la vida de quienes los padecieron. Las secuelas aún permanecen.


Tuve ocasión de convivir un poco con la comunidad chilena en el exilio de un país europeo.Tenían incluso un centro de reunión llamado “la casa de Chile”, y muy interesados escucharon sobre la problemática del conflicto chiapaneco. Ya estaba instaurada la “democracia” en Chile, pero no querían volver. Sus vidas habían sido, de cierto modo, truncadas. Algunas basta desechas. No había a que volver. No estaban ya los camaradas, e1 amigó, 1a pareja, 1os padres ... alguien faltaba.

Volver significaba revivir la prisión clandestina, la tortura inferida, la degradación a la que fueron sometidos y sometidas. Y Pinochet, el hacedor del terror, el responsable de la crueldad ahí a seguía, su constitución le autonombraba senador vitalicio.


Este día también lo recordaré. Me viene a la mente ahora la canción de Juan Manuel Serrat: “de vez en cuando la vida nos regala un sueño tan escurridizo; que hay que andarlo de puntillas por no romper el hechizo”. La decisión de los lotes británicos bien puede ser detenida ahora por Jack Straw, funcionario británico de quien depende ahora la extradición del sanguinario dictador, pero hoy me congratulo y conmuevo tanto como aquel 6 de octubre de 1988 cuando leí el encabezado de La Jornada que daba a conocer el resultado del referéndum chileno sobre la continuidad del dictador en el poder: ¡NO!


Hoy también: ¡No! ¡No más impunidad al asesino!

La decisión de los lores británicos, lo realizado hasta ahora por el juez Baltazar Garzón, y la decisión de la Audiencia Nacional de España, al considerar que sus tribunales tienen competencia para juzgar los crímenes contra la humanidad, son una esperanza en este mundo de impunidad, y llegan oportunamente para celebrar los cincuenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.


(Artículo publicado en La Jornada San Luis)


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