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Morir a manos de policías… de nuevo

Lo ocurrido con el joven Ángel Javier Rodríguez de 21 años, detenido sin orden de captura, y asesinado por efecto de la tortura policíaca, es un nuevo ejemplo del grado de descomposición con el que el sistema político ha terminado por configurar los cuerpos policíacos.

Además de las responsabilidades personales y específicas que deberán fincarse a los agentes y mandos involucrados en la detención ilegal, tortura y muerte de Ángel Javier, debe entenderse que la responsabilidad del lamentable estado y comportamiento que suelen guardar los cuerpos policíacos en el país y en la entidad recae, finalmente, en el Poder Ejecutivo.

Reestructurar a fondo los cuerpos policíacos para convertirlos en un efectivo instrumento del Estado de Derecho es algo de lo que nunca se han ocupado, menos preocupado, tanto autoridades federales como estatales. ¡Claro es que tampoco han intentado siquiera instaurar un Estado de Derecho!, y justo ahí radica el grave problema estructural del funcionar de los cuerpos policíacos. Analizar las causas históricas y políticas por las que en México no se ha instaurado un Estado de Derecho rebasa los alcances de esta colaboración, pero debe dejarse por sentado.

Los cuerpos de seguridad, sea como custodios del orden y la seguridad pública, o en tanto agentes investigadores de las instituciones procuradoras de justicia, debieran ser un elemento fundamental del Estado de Derecho, pero cuando éste no es instaurado, respetado o fortalecido por la clase política que mejor hace uso del poder para sus intereses particulares, de grupo o partido, o abiertamente corruptos y hasta criminales, arrastra tras de sí e impregna de tales características a sus diversos agentes, particularmente a los cuerpos policíacos. No siendo la brújula del actuar institucional policíaco el Estado de Derecho, no puede esperarse que su actuar sea apegado a la ley y el respeto a los derechos humanos, que son la amalgama que le construye.

Para los órganos del Estado, particularmente el Ejecutivo a cuyo mando están los cuerpos policíacos y las Procuradurías de Justicia, las policías han sido entendidas como mera herramienta para la preservación de un determinado orden político, público y social que les permita seguir ejerciendo su poder meridianamente apartado del Estado de Derecho.

Así, históricamente, las policías han sido instrumento para la represión social y, cuando es menester, la de carácter política. Por ello es que los requerimientos profesionales para ser miembro de ellas no son particularmente exigentes, como tampoco lo es la retribución económica que se les otorga ni la capacitación que se les brinda. Es un problema estructural que ha sido reiteradamente señalado por quienes defendemos derechos humanos desde hace tiempo.

Inevitablemente lo estructural deviene en hechos gravísimos como los del pasado sábado, cuando el joven Ángel Javier Rodríguez es detenido en un confuso operativo sin cubrir siquiera los requerimientos legales para su detención, para finalmente ser privado de la vida por efecto de la tortura cuando se encontraba bajo custodia policíaca en las instalaciones de la Secretaría de Seguridad Pública del Estado.

Aquí es cuándo las disquisiciones de orden estructural y político se topan, de nuevo, con la injustificable pérdida de una vida humana, como antes las de Daniel Zamorano (08-I-2013), Julio César Campos Vázquez (28-X-2012) y José Guadalupe Martínez Marín (09-X-2012), por mencionar algunas de las más recientes.

Cualquier forma de justificación a lo sucedido con la muerte por tortura de Ángel Javier Rodríguez carece de sentido.

Las desafortunadas voces, algunas incluso provenientes del legislativo y otras del sector empresarial, que vuelven a la cantaleta de que “los derechos humanos protegen delincuentes” para argumentar falazmente el discurso de la ficticia disyuntiva entre tener seguridad pública o respetar los derechos humanos, solo evidencia lo alejado que también ellos están en el compromiso de instaurar un efectivo y eficaz Estado democrático de Derecho o de comprender siquiera que es eso. Más lamentable aun cuando el argumento procede del legislativo o de cualquier otro órgano o poder del Estado.

La ejecución extrajudicial se agrava exponencialmente cuando es inferida por tortura a una persona bajo custodia del Estado y, peor aún, cuando el arresto fue sin seguir los procedimientos que la ley señala. Ello está rotundamente señalado en Instrumentos Internacionales de Derechos Humanos suscritos por México como el “Conjunto de Principios para la protección de todas las personas sometidas a cualquier forma de detención o prisión” adoptado por la Asamblea General de la ONU, que en su Principio 6 establece: “Ninguna persona sometida a cualquier forma de detención o prisión será sometida a tortura o a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. No podrá invocarse circunstancia alguna como justificación de la tortura o de otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”. Igual lo establecen la “Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura” y los “Principios y Buenas Prácticas sobre la Protección de las Personas Privadas de Libertad en las Américas”.

No hay que equivocarse. No se trata de “satanizar” o desacreditar a las policías, como alegan las mismas voces de la cantaleta de que “los derechos humanos protegen delincuentes”, son los efectos necesarios y esperables de la degradación y descuido institucional al que los poderes del Estado han condenado a los cuerpos policiacos al no instaurar el Estado democrático de Derecho. No es gratuito que policías y políticos ocupen los más bajos niveles de confianza institucional en todas la mediciones realizadas en México.

La verdadera protectora de los delincuentes es la impunidad. La impunidad es el resultado de la no instauración del Estado de Derecho. La no instauración del Estado de Derecho es resultado de una clase política, sin importar origen partidario, que gobierna para sus particulares intereses impregnados de un talante corrupto y hasta abiertamente criminal.

Twitter: @MartinFazMora

Martín Faz Mora es licenciado en filosofía. Cursó la Maestría en Derechos Humanos y Democracia en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Ha participado activamente en organizaciones no gubernamentales (ONG´s) de derechos humanos a nivel local, nacional e internacional. Fue fundador, vocero y miembro del consejo directivo del Centro Potosino de Derechos Humanos A.C. Ha sido catedrático en diversas universidades del país. Actualmente es presidente de la organización Propuesta Cívica A.C. en San Luis Potosí, integrante del equipo de trabajo de Educación y Ciudadanía A.C., y consejero del Organismo Público Local Electoral (OPLE) de San Luis Potosí.

(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)


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