De lo ocurrido a Esperanza
“Una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas…
Una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan unos a otros”.
Avishai Margalit, “La sociedad decente” (1996).
La liberación de Esperanza Reyes resultado, en buena medida, de la movilización cívica de nuevo cuño a través de las redes sociales, ha pillado con los dedos en la puerta a varios actores de los poderes ejecutivo y legislativo locales, que hace tan solo unos días emprendían una campaña, más o menos velada, para revictimizarla, difundiendo datos y opiniones sesgadas del viciado proceso judicial seguido en su contra. De esa forma se sumaron a la humillación institucional de la que Esperanza fue objeto en el proceso judicial previo.
Las instituciones humillan a las personas de mil formas, pero todas sus manifestaciones son el reflejo de una fundamental: la omisión de respetar, proteger y garantizar todos los derechos de las personas, por el solo hecho que quien la perpetra -la institución que humilla- tiene poder sobre la víctima.
Es lo que ha ocurrido con Esperanza Reyes Aguillón, mujer pobre, presa y condenada a más de cinco años por utilizar un billete falso, hasta el extremo de internarla en las Islas Marías.
En cada uno de los elementos de la anterior afirmación, se distingue una distinta y específica humillación de las instituciones hacia su persona. A ella se sumaron las declaraciones recientes de actores locales del poder ejecutivo y legislativo.
La posibilidad de humillación de las personas por parte de las instituciones obedece a varios factores. Unos relacionados a las instituciones y otros respecto del lugar que ocupan las personas en la sociedad, particularmente, su condición de vulnerabilidad. Las instituciones humillan más a las personas y grupos vulnerables, simple y sencillamente porque pueden hacerlo con el más amplio margen de impunidad y efectividad.
De entre los factores institucionales están, entre otros, la corrupción, la impunidad, el servilismo y la captura política de las instituciones que genera un bajísimo nivel de eficiencia y eficacia profesional a su interior.
Si bien, existen prácticas, usos y costumbres institucionales, no menos cierto es que éstas son operadas por personas. Y ciertos rasgos particulares de esas personas, influyen para que las humillaciones institucionales se enraícen, recrudezcan, solapen, magnifiquen, multipliquen y, por lo mismo, sean más dolorosas y profundas. Entre ellas, principalmente, la indolencia, sin desdeñar la irresponsabilidad y la negligencia, por mencionar algunas.
Entre prácticas institucionales y comportamientos individuales de sus operadores, hay una relación de retroalimentación, en la que causa y efecto suelen imbricarse complejamente.
Pero un factor fundamental de la humillación institucional es la vulnerabilidad de la víctima. Sin tal condición, aún dada la existencia de las prácticas institucionales y las características personales de sus operadores, la humillación, tanto en su tipo como en el nivel de profundidad, varía sustancial y considerablemente. El nivel y grado de humillación institucional a las personas es directamente proporcional a su condición de vulnerabilidad. Por ello es que las instituciones y sus operadores se ensañan con las personas vulnerables.
Las vulnerabilidades sociales de las personas se superponen y acumulan exponencialmente. Si ser mujer es ya condición de vulnerabilidad en una sociedad patriarcal y machista, se potencia exponencialmente siendo, además, pobre en una sociedad desigual. Si se añade un bajo nivel educativo y cultural, en una sociedad elitista y clasista, la vulnerabilidad se triplica y, con ello, también las posibilidades de humillación institucional y las posibilidades de su éxito. Con ello cuenta el poder.
Si la humillación institucional es una degradación política y estructural, los operadores institucionales que a ella se suman y colaboran se degradan moralmente, sin que la ignorancia o la impertinencia les excusen. En efecto, los recientes comentarios públicos, y los cabildeos privados, sobre el caso de Esperanza realizados por integrantes del ejecutivo y legislativo en los que se le revictimizaba estuvieron adosados, además, por la improcedencia ya que la responsabilidad directa del tratamiento institucional humillante previo correspondía fundamentalmente al ámbito federal. Su adhesión voluntaria a la humillación no es solo resultado de la impertinencia, revela también su talante.
Una sociedad decente requiere tanto de funcionarios, en cualquier nivel, como de personas decentes. Con el caso de Esperanza, los poderes locales, tuvieron la exigua oportunidad de comportarse decentemente. La desecharon voluntariamente sumándose a la humillación institucional al revictimizarla. Tampoco les ayuda el no hábito del comportamiento decente.
(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)