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20 años hace… Chiapas

En otro 9 de enero, el de 1994, los integrantes de la primer brigada de observadores nacionales e internacionales de derechos humanos intentábamos romper el cerco militar que impedía el paso por la carretera de San Cristóbal de Las Casas a Ocosingo, principal acceso hacia Los Altos y la selva Lacandona, dejando aislada toda la región, en la que se realizaba una operación de barrido en la que ocurrían graves violaciones a los derechos humanos: detenciones arbitrarias, ejecuciones, desapariciones forzadas, torturas, allanamientos, amenazas e intimidaciones, entre muchas otras.

Diversas organizaciones defensoras de derechos humanos que integrábamos la Red Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos Todos los Derechos para Todos -años después el lenguaje incluyente, en justa reparación, le añadiría el “Todas”-, y algunas norteamericanas, habíamos acudido al llamado del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas, pues los indicios y evidencias de tales abusos en la zona de conflicto afloraban.

El cerco militar había iniciado desde la llegada del ejército a San Cristóbal, luego que el EZLN abandonara la ciudad el 2 de enero, un día después de su levantamiento que conmocionaba al país.

San Cristóbal de Las Casas, la Ciudad Real por su antiguo nombre, una de las primeras poblaciones españolas en el continente americano, la ciudad señorial y colonial más indígena de México, Jovel por su nombre prehispánico, era entonces un enorme retén militar. En su plaza central, entre la Catedral del obispado fundado por el icónico apóstol defensor de los indios Bartolomé de Las Casas en 1543, y el Palacio Municipal -convertido en cuartel-, se pertrechaban tras barricadas colocadas en el quiosco y las cuatro esquinas de acceso los militares, reforzadas cada una con metralletas y vehículos tipo tanquetas. Tal despliegue, el frío, la llovizna persistente, la neblina y la oscuridad provocada por la intencionada interrupción del servicio de alumbrado público, le daban a la ciudad un aspecto fantasmagórico. El ambiente era igual y tenso, aquél viernes 7 de enero cuando al anochecer arribamos a la ciudad en penumbras.

Previo al intento de romper el cerco, durante las treinta y seis horas posteriores a nuestra llegada, habíamos sostenido reuniones con diversos actores clave de la región: Don Samuel Ruíz, Obispo; Gonzalo Ituarte, Vicario General de la Diócesis; los y las integrantes del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas; Conchita Villafuerte, editora y propietaria del diario local “El Tiempo”; la Coordinación de ONG´s de San Cristóbal de Las Casas por la Paz (CONPAZ); Amnistía Internacional; y otras ONG´s locales. Con ellos recabamos testimonios directos y gráficos de lo que había ocurrido en la carretera a Ocosingo y en el poblado: ejecuciones con el tiro de gracia, detenciones arbitrarias, intimidación de detenidos para auto incriminarse como miembros del EZLN. Nos entrevistamos con los y las indígenas que atestaban ya algunos de los refugios improvisados que surgían, a los que habían huido ante la intensidad de los combates, o porque ya no habían podido retornar a sus comunidades a causa del cerco militar, e igual corroboraban la actuación de los militares en esos días.

La búsqueda de interlocutores con el gobierno federal, particularmente con Eloy Cantú Segovia, vocero oficial en Chiapas, resultó infructuosa.

El día anterior, nos sumamos a las ONG´s locales que organizaron una “Caravana por la Paz y los Derechos Humanos”, hacia las comunidades del sur de San Cristóbal, a las comunidades de San Antonio de los Baños y Corralitos, entre otras, que habían sido objeto de bombardeos aéreos del ejército en días anteriores: casas abandonadas a toda prisa, destruidas por el allanamiento militar, indicios de explosión de misiles y testimonios de desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias, es lo que se encuentra.

Romper el cerco era crucial. Tras él, sin testigos foráneos ni prensa, las fuerzas federales desplegaban estrategias de combate y antisubversivas, que violentaban gravemente a las comunidades, particularmente las que simpatizaban con el alzamiento, aunque igual actuaban indiscriminadamente contra cualquiera que les pareciera sospechoso o que así fuera señalado por sus enemigos de ocasión para ajustes de cuenta y revanchismo de todo tipo. Configurándose un patrón grave de violaciones a los derechos humanos.

Pretendíamos romper el cerco y llegar a Altamirano y Ocosingo para observar y evaluar la situación de los derechos humanos en la zona a la que no se permitía ingresar desde hacía más de una semana. A los diecisiete integrantes de la inicial brigada conformada por miembros de seis grupos de la Red de ONG´s de Derechos Humanos “Todos los Derechos para Todas y Todos”, de las neoyorquinas Funding Exchance y el Center for Constitutional Rigths, y de Global Exchange en San Francisco California, se sumaban ya varias decenas de personas más, entre periodistas, activistas locales, familiares de quienes vivían en la zona y habitantes de ella que habían quedado impedidos de volver a sus casas.

El domingo 9 de enero partimos hacia las diez de la mañana de la Plaza de Santo Domingo, sede de ese abigarrado y colorido tianguis de artesanías indígenas regionales, heredero directísimo de los mercados mesoamericanos, que ya para entonces ofrecía figurillas del Subcomandante Marcos y los zapatistas encapuchados.

Nos dirigimos hacia la salida a Ocosingo, que pasa justo frente a la 31ª Zona Militar de Rancho Nuevo. Unos metros antes de ahí, un retén militar atrincherado, nos impidió el paso.

Los soldados estaban visiblemente nerviosos, a la tensión de los combates, se añadía ahora tener que lidiar con un grupo de insistentes activistas rodeados de centenares de periodistas, nacionales e internacionales, algo para lo que su adiestramiento militar no solo no los preparaba sino que, abiertamente, invitaba a eludir. Los mandos superiores no dieron la cara. Las comunicaciones entre la tropa desplegada y los mandos iban y venían, en la medida en que nuestros argumentos terminaban por acorralarlos.

¿Hay, acaso, un decreto de suspensión de garantías para el libre tránsito, como lo señala la Constitución? Preguntábamos a los militares con la Carta Magna en la mano, leyéndola textualmente y pidiéndoles lo hicieran ellos mismos. Eran -respondían- órdenes superiores de impedir el paso “por nuestra propia seguridad”. Replicábamos señalando que aceptábamos internarnos bajo nuestro propio riesgo a la zona y a los municipios que transitaríamos. No existiendo formal decreto de suspensión de garantías, y asumiendo el riesgo de transitar por la zona, no había impedimento legítimo y fundado para nuestro cometido, concluíamos, y exigíamos seguir nuestro camino. Era un intercambio de argumentos bastante desigual, en todos los sentidos.

Dos horas de “diálogo” tenso, algunos empujones y manotazos, consignas de algunos, protestas y llantos de otros, fotografías y videos de uno y otro bando. Había de todo: policías federales, judiciales, municipales, madrinas, orejas, agencias gubernamentales de seguridad e inteligencia nacionales y extranjeras, periodistas, activistas, pobladores y mirones simples. Un revoltijo.

Al final la tajante orden superior, siempre telefónica, de impedir el paso. Y el compromiso de una reunión por la tarde con la delegación de la CNDH desplegada en la región, también sin acceso a la zona, y con algún mando militar. Ambas se realizarían. La llevada a cabo con el General Othón Calderón Carrillo, comandante del operativo en la zona urbana de San Cristóbal, fue particularmente tensa, pues acusaba a los activistas locales, incluyendo a la diócesis, de ser desde simpatizantes hasta abiertos integrantes del EZLN.

No pudimos romper el cerco militar, cierto, pero quedó de manifiesto la cerrazón y arbitrariedad de las acciones del gobierno federal encabezado por Salinas de Gortari. La presión nacional e internacional de la sociedad civil, cercaba ahora la estrategia de guerra. Tres días después, miles de manifestantes llenaban el Zócalo de la Ciudad de México, exigiendo el cese de hostilidades, reprobando las acciones gubernamentales y reconocimiento a las demandas del EZLN. Ese mismo día Salinas de Gortari, demacrado, ordenaba el cese de las hostilidades.

No pretendo afirmar que nuestro infructuoso intento haya sido el único o principal factor, pero sin duda contribuyó sustancialmente al acumulamiento de factores de presión que terminaron por modificar la estrategia de guerra.

Veinte años hace, y unas horas -parafraseando a Serrat-, hilvano histórica y periodísticamente esta crónica que no hice entonces, por realizar distinto papel. Ahora puedo y quiero.


(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)


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