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“House of cards”… versión chafa

El reciente estreno de la segunda temporada de la serie “House of cards”, que continua la saga de las intrigas en el más alto nivel de la política norteamericana, me es ocasión de contraste con el bajísimo nivel del quehacer político local.

La serie, todo un fenómeno en materia del uso de las nuevas tecnologías para el entretenimiento, presenta las maquinaciones y ardides que en las cúspides del poder realizan el congresista Francis Underwood y su esposa Claire, soberbiamente interpretados por los reconocidos actores Kevin Spacey y Robin Wright, respectivamente.

Ni el propio Barack Obama ha escapado a su seducción, y el fin de semana se dio el tiempo para ver algunos de los capítulos de estreno, solicitando vía twitter: “sin spoilers, por favor”, ya que contrario a las tradicionales entregas semanales con las que la televisión comercial administra sus series, la modalidad de transmisión en línea mediante el servicio de streaming en la que se ofrece en exclusiva la serie, puso a disposición del usuario la totalidad de los trece capítulos de los que consta la segunda temporada.

Que la política real se desarrolla, teniendo como telón de fondo profundas y poderosas pulsiones y pasiones humanas encaminadas a hacer prevalecer los intereses propios y determinar la conducta de los demás, no es novedad. Y ello aplica tanto en Washington D. C., como en los recules de los diputados potosinos… pero hay niveles.

En efecto, todas las crónicas que se ocupan del devenir y desarrollo de los reinados de las más antiguas civilizaciones hasta los estados y gobiernos de nuestros días, dan cuenta de la violencia, intrigas, crueldad despiadada y maquinaciones tortuosas con las que se conduce la clase política para preservar y ampliar su poder. No son la excepción los personajes de “House of cards”.

Por qué, entonces, lo atractivo de la serie, más allá de una cuidada producción, la participación de actores y directores de primer nivel (David Fincher y Joel Schumacher, cineastas, y Allen Coulter de series televisivas, entre otros). En buena medida se debe a la verosimilitud que la serie ofrece, porque su creador y productor, Beau Willimon, conoce los entresijos del poder en Washington, en donde fue asistente de influyentes y destacados políticos del Partido Demócrata, incluyéndose a Hillary Clinton.

Así, la trama tiene un sustento creíble, al que una buena conducción, ritmo y producción le añaden los ingredientes que mantiene al espectador interesado y cautivo. Una adecuada dosificación de fino humor la complementa. Hay, desde luego, algunas debilidades e inconsistencias dramáticas, pero seguiré el consejo de Barack Obama y no haré las veces de “spoiler”.

La serie describe y narra las adecuaciones del poder y sus detentadores a los tiempos contemporáneos, impulsados por las mismas pulsiones de poder, crueldad, mezquindad y violencia con las que se conducían los faraones egipcios, sátrapas persas, tiranos griegos, emperadores chinos y romanos, la curia vaticana y el papado durante el Cisma de Occidente y el Renacimiento, reyes absolutistas, el fascismo del siglo XX, el estalinismo soviético, las dictaduras militares y tantos etcéteras. Por su propia naturaleza, el poder requiere adaptarse a las condiciones económicas, sociales y culturales de las épocas e impregnarlas de su carácter. Forma parte de esa pulsión por determinar la conducta de los demás a favor de sus propios intereses.

Luego de ver la sofisticada distinción y elegancia, así como el malévolo ingenio de sus argucias y maquinaciones, con la verosimilitud con la que se maneja la serie, resulta chocante ver la chabacanería con la que se conduce la clase política local. Y es que si, como los datos históricos parecen mostrarlo, la astucia y la sagacidad -entre otros atributos- acompañan al poder, puestos a elegir, las prefiero al descarnado y vulgar cinismo de nuestra provinciana clase política local.

Al observar asuntos como la elección del nuevo Auditor del Estado, los despilfarros y desfiguros de los congresistas locales, así como las bizarras políticas y estrategias de recaudación catastral del Ayuntamiento capitalino, solo se me ocurren escribir, citando a Roberto Bolaño en Detectives salvajes, que todo lo que comienza como comedia acaba indefectiblemente como comedia, o bien que, todo lo que empieza como comedia acaba como monólogo cómico, pero ya no nos reímos.

Por ello prefiero “House of cards” antes que la versión cómica de la política local que parece imitar, más como farsa que como comedia, a la satírica serie de Los Simpson. Algo así como un “House of cards” en versión chafa.


(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)


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