Política y religión: matrimonio igualitario
Política y religión, dos asuntos de los que, la conseja popular y los prudentes coinciden, mejor no polemizar. Menos aún si los temas se mezclan.Contra el buen consejo lo haré no por deseo propio, sino porque la realidad no deja de entreverarles, aún hoy día, en determinados temas de la agenda pública como es el caso del matrimonio igualitario.El matrimonio es un derecho civil reconocido y protegido por las leyes. Como debe suceder con todo derecho, la ley no lo otorga, ya que éste le es propio e inherente a la persona. No lo funda el derecho sino la dignidad y la libertad de la persona, el derecho –en tanto construcción social– sólo le reconoce y le otorga una serie de preceptos y mecanismos para su respeto, protección y efectiva garantía para todas las personas.En las sociedades donde cristianismo y catolicismo han jugado un papel fundamental en la estructuración de su cultura, y hasta del derecho, el matrimonio civil fue inicialmente una derivación laica del canónico o religioso. Como tal, los tradicionales atributos de aquél le fueron extrapolados. Así, la mayoría de los códigos civiles occidentales, así fueran de corte liberal, como lo eran, recogieron tales rasgos: una finalidad eminentemente reproductiva, su definición heterosexual –como consecuencia de lo primero–, e indisolubilidad. Este proceso ocurrió bien entrado el siglo XVIII, pero particularmente durante el XIX.El paradigma de los derechos humanos, que proliferara durante la segunda mitad del siglo XX ha mutado el tradicional paradigma matrimonial por uno de distinta índole y atributos centrados ahora en el libre desarrollo de la personalidad, la libertad de elección, así como la igualdad y eliminación de toda forma de discriminación entre los cónyuges.De a poco, los ordenamientos legales civiles van recogiendo tal paradigma y desmontando el previo. Ello es particularmente evidente en el atributo de la indisolubilidad, pues el divorcio legal está ampliamente extendido. No ocurre así con el de la heterosexualidad que aún prevalece sin tener sentido ya.Queda fuera de los alcances de este artículo apuntar las líneas del desarrollo evolutivo del paradigma matrimonial canónico inicialmente recogido en los primeros planteamientos civiles, hasta el que plantea el paradigma contemporáneo de los derechos humanos.Resulta revelador, sin embargo, que a pesar del paso y los efectos culturales y sociales de liberalismos, neoliberalismos, revoluciones sociales, aggiornamentocatólico, ecumenismos, modernismos y postmodernismos, prevalezca tanto en el derecho como en amplios sectores sociales un paradigma matrimonial, más bien, canónico.No sorprende que su principal adalid lo sean la jerarquía católica o los ministros de culto de las diversas denominaciones cristianas, son sus artífices, preceptores y centinelas. No puede reclamárseles su custodia moral, sí sus intentos por imponer a través de las leyes del estado su particular perspectiva ética y religiosa, mediante amenazas no tan veladas tanto a los fieles como a los legisladores. El absurdo de solicitar someter a consulta derechos es un despropósito sólo comparable con el de solicitarlo también para el ejercicio de la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Además de evidenciar la incapacidad de comprender el paradigma de los derechos humanos de quienes así lo proponen.De quien sóí debe sorprendernos y hasta dirigirles un reclamo es de los y las legisladoras, quienes tienen el deber –legal incluso– de anteponer el paradigma de los derechos humanos por sobre sus particulares creencias religiosas o valores morales.En el Congreso potosino ha sido precisamente la Comisión de Derechos Humanos, Equidad y Género quien ha detenido el dictamen sobre la iniciativa para permitir los matrimonios entre personas del mismo sexo, en conformidad con una reciente resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Es un sinsentido entero y vergonzante.Puedo entender el aparente dilema moral en que estiman encontrarse algunos de sus integrantes católicos. No le justifica sin embargo porque es, en parte, un falso dilema.Como he escrito con anterioridad, yo soy católico, y mis creencias religiosas han moldeado en buena medida mi conciencia ética y hasta social, ¿debo por ello obligar a los demás a actuar de acuerdo a mi código de ética moldeado por mis creencias religiosas? Más aún, si tuviera alguna responsabilidad en la conformación del Estado –como legislador católico, por ejemplo– ¿debo utilizar a éste y sus leyes para obligar a que los demás actúen de acuerdo a mi conciencia ética moldeada por elementos religiosos? Y, todavía más, ¿debo utilizar al Estado y sus leyes para impedir que los demás actúen en conformidad con su conciencia, haya sido o no, moldeada por elementos religiosos distintos a los míos?El asunto de fondo radica en si es aceptable que una determinada forma de entender la realidad, en este caso desde la perspectiva ética y religiosa propuesta por un determinado grupo social –sea minoritario o amplio– puede obligar, a través de las leyes del estado, a otros grupos –amplios o minoritarios– a actuar de acuerdo con dicha visión ética. En ello estriba la diferencia entre un estado confesional y un estado laico.¿Debemos los católicos que participamos en política construir un estado laico o un estado confesional? ¿Un estado que asegure la libertad de conciencia o uno que restrinja tal libertad de conciencia amoldándose sólo a la forma de conciencia católica? No tengo la menor duda que los católicos que intervenimos en la política debemos impulsar la construcción de un estado en el que todas las personas puedan ejercer sus preferencias y diversidades de todo tipo: religiosas, culturales, políticas, ideológicas, sexuales, y tantas más que existen, en un marco legal que las respete y garantice plenamente.¡Matrimonio igualitario ya!
(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)