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“¿Quién soy yo para juzgar [a los gays]…?” (Jorge Mario Bergoglio, Papa Francisco)

Si una persona es gay y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”, así respondió Francisco, el Papa, durante la célebre entrevista que concediera a los medios de comunicación en el avión que le conducía de regreso luego de su primer visita pastoral a Latinoamérica en julio del 2013.

Contrastan las deplorables declaraciones del canciller de la Arquidiócesis potosina, Fernando Ovalle González, considerando a la homosexualidad como un “trastorno sicológico” y una “desviación”, vertidas en el contexto de la resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación respecto del matrimonio civil igualitario.

Además del abierto encaro a las resoluciones de los órganos del Estado respecto a leyes civiles así como la incomprensión del carácter laico de tales, sorprende en las declaraciones de Ovalle el diametral distanciamiento de las palabras del propio Pontífice así como de sus encomiables y abiertos intentos para conducir a la Iglesia católica a un acercamiento auténtico y genuino con la cultura contemporánea que ponga énfasis no en su condena sino en su comprensión.

El episodio refleja los pesados lastres heredados del periodo Wojtyla-Ratzinger que, a pesar de los esfuerzos desplegados por Francisco, no se superan aún. Los escasos dos años del actual papado han sido un constante bregar para revertir, o atemperar al menos, algunas de las más connotadas y peculiares características del modelo eclesial impulsado por sus predecesores.

En efecto, durante las casi tres décadas y media que abarcó el periodo conjunto de los dos papados previos (1978-2013) su objetivo prioritario consistió en construir, fortalecer e impulsar un modelo de Iglesia Católica centrado en el fortalecimiento de la institución, reforzando la autoridad y conducción central de la Iglesia desde la Curia Vaticana, aferrándose a una identidad homogénea sobre los ejes del dogma y la preservación de una moral conservadora, particularmente en el tema de la sexualidad, ello con la finalidad de que tal fortaleza institucional le posibilitara posicionarse ante los distintos centros de decisión mundiales (gobiernos, medios de comunicación, poderes económicos de facto, empresas trasnacionales, ONU y foros interestatales, etcétera) y, así, tener la suficiente influencia sobre las principales decisiones en materia de regulación de la moral y la salud pública, particularmente en materia sexual: penalizar el aborto o impedir su despenalización, obstaculizar políticas de salud que promuevan la anticoncepción, fortalecer la familia nuclear heterosexual tradicional, combatir el matrimonio entre parejas del mismo sexo, obstaculizar el divorcio legal, como sus temas principales y hasta obsesivos. De personalidades más bien rígidas que flexibles –con sus matices propios Wojtyla y Ratzinger–, con tintes de terquedad, intransigencia y hasta autoritarismo, enfocaron sus esfuerzos en un modelo de Iglesia poderosa, capaz de tratar de iguales, al tú por tú, a los poderosos para, desde ahí, influenciar al mundo.

Un modelo autorreferencial que, paradójicamente, la condujo a una grave crisis justo en el flanco de uno de sus ejes nodales ante la proliferación, durante la parte final de tal periodo, de información fiable respecto de la práctica sistemática de abusos sexuales contra menores por integrantes del clero católico. Tal crisis explica, en parte, la llegada del propio Bergoglio a la sede de Pedro como efecto de la oposición de los cardenales externos a la Curia Vaticana que participaban en el cónclave que le eligió en marzo del 2013 y en abierto desacuerdo con el continuismo Wojtyla-Ratzinger pretendido por aquella.

Los afanes renovadores de Francisco encuentran, sin embrago, férrea resistencia del sector conservador empoderado durante los dos papados anteriores, así como escaso apoyo entre la propia curia no solo la Vaticana sino hasta la de las iglesias locales, como lo evidencian las declaraciones de Ovalle. Era de esperarse, pues el modelo eclesial impulsado en los anteriores papados supuso la formación de un sector jerárquico de corte conservador suspicaz, cuando no abierto enemigo, de cualquier manifestación de progresismo tanto al interior de la Iglesia como fuera de ella. Lastre heredado del extenso periodo del conservadurismo wojtyliano que ha terminado por afectar la presencia de la Iglesia católica en la cultura contemporánea y su mutua comprensión e interacción. Hago votos para que los esfuerzos de Francisco rindan frutos finalmente.

Activistas por los derechos de la comunidad LGBTTTI y el ombudsman local se han pronunciado por interponer recurso ante la Conapred, harán bien. Sólo esperemos que, para efectos de tal recurso y sus notificaciones, Ovalle no resulte tan hábil para esconderse como el procurador de justicia lo afirma del prófugo Eduardo Córdova, quien “ha sabido esconder muy bien” y al que no encuentran en lado alguno según sus recientes declaraciones (La Jornada San Luis del 30 de junio del 2015).


(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)


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