Derechos humanos y Ayotzinapa
La promesa de esos derechos puede negarse, suprimirse o simplemente continuar sin cumplirse, pero no muere… (Lynn Hunt en La invención de los derechos humanos)
El aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se entrecruza hoy con una sociedad desgarrada por los acontecimientos de los 43 normalistas de Ayotzinapa. ¿Cuál puede ser el sentido de conmemorar un año más de la Declaración a la luz de tales acontecimientos?
A sesenta y siete años de su proclamación, luces e inconmensurables sombras acompañan su recorrido.
Sin embargo, pocos esfuerzos humanistas han sido tan fecundos como el paradigma de los derechos humanos, a pesar de la enorme distancia que separa el horizonte de sus promesas a sus efectivos logros.
En efecto, la historia de la construcción del paradigma de los derechos humanos, desde sus iniciales formulaciones hasta nuestros días, nos remite a algunas de las más nobles luchas, sacrificios y aspiraciones humanas, así como algunos de los más crueles y degradantes holocaustos, exterminios y genocidios. Su devenir está colmado tanto de esperanzadores logros como de retrocesos graves.
Que justo ahora subsistan personas, gobiernos y estructuras políticas, económicas y culturales que violenten derechos humanos de forma grave, sistemática y estructural no conlleva necesariamente la cancelación, negación o el absoluto fracaso de las pretensiones del paradigma humanista que representan los derechos humanos.
Los derechos humanos no son simplemente una doctrina formulada en documentos, descansan sobre un conjunto de convicciones acerca de lo que somos las personas y de la forma en que deberíamos vivir con libertad, igualdad y dignidad en sociedad. Los derechos humanos suponen, también, una determinada disposición empática hacia los demás. Por ello, toda violación a los derechos humanos entraña la eliminación de cualquier lazo de simpatía humana entre el victimario y su víctima, así para desollar a Julio César Mondragón, normalista de Ayotzinapa, o a Érika Kassandra Bravo en Uruapan, como para masacrar inmigrantes en San Fernando, asesinar a mansalva en Tlatlaya y encender una pira de seres humanos en el basurero de Cocula.
Tal proceso de deshumanización resulta más “fácil” –y, por ello, perverso– si es resultado de un sistema político, económico o social que allana el camino para que el victimario no considere que lo que individual o sistémicamente realiza constituya, siquiera, algo indebido, ya que el sistema en el que se mueve y alimenta no le permite ver a su víctima como a un ser humano, sino como un objeto que, como tal, puede ser tratado de forma inhumana: mancillarle, desollarle, triturarlo, desaparecerle, borrarlo de la faz de la tierra. Igual aplica –aunque distinto grado– ya sea un victimario directo o quienes, por mandato de cargo público, resultan omisos, tolerantes o permisivos para combatir, evitar o castigar eficazmente a quienes cometen tales felonías.
La ausencia de empatía, de entre las cuales la compasión representa su formulación más elemental, es algo que explica –en parte– que perduren y previsiblemente continuarán existiendo personas, sistemas y estructuras que violenten derechos humanos. Como en la paradoja del huevo y la gallina, es difícil definir si la ausencia de empatía por las y los otros seres humanos produce determinados sistemas o son estos los que producen personas carentes de compasión y empatía.
Hoy, que Ayotzinapa nos duele justo a un año más de la consagración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y arroja a nuestra conciencia la enorme distancia entre la utopía y la realidad, así como el larguísimo trecho por recorrer, no debemos abjurar del paradigma de los derechos humanos sino fortalecerlo. Así quiero creerlo.
Como ante otros gravísimos acontecimientos lo he afirmado: por terrible que parezca, tener conocimiento de los grados de barbarie e inhumanidad a los que podemos llegar los seres humanos puede permitirnos, acaso, vislumbrar la posibilidad de evitar nuestra propia destrucción. Así quiero creerlo.
Quiero creer también que para quienes presencian y sienten el dolor y el sufrimiento de otros seres humanos, este conocimiento trae consigo una responsabilidad: la responsabilidad de hacer cuanto esté en su alcance individual, colectivo y socialmente, para erradicar las violaciones a los derechos humanos generadas por cualquier forma de violencia.
¿Acto de fe?… quizá, pero así lo prefiero, justo hoy que se entrecruzan Ayotzinapa y el día internacional de los derechos humanos.
(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)