Ayotzinapa y la necropolítica
Los demenciales sucesos de Iguala en los que estudiantes normalistas fueron atacados, algunos asesinados y 43 se encuentran desaparecidos, refrenda la persistencia de la necropolítica en México. Decidir quien vive y quien muere constituye la frontera última del poder. Provocar y administrar muerte, así sea a través de la más menor de las instituciones del Estado, es una de las manifestaciones de la necropolítica. El nuevo gobierno federal prefiere no hablar de ella, pero ahí está, gozando de cabal salud.
Lo ocurrido muestra que lo único que ha cambiado en materia de la inseguridad originada por la captura de las instituciones por parte de la criminalidad, es la política de comunicación de la actual administración federal, no así la realidad. Y que las causas y mecanismos de tal captura persisten y funcionan.
La saña con que los policías actuaron contra los jóvenes estudiantes, al punto de desollar su rostro y vaciar las cuencas de sus ojos, en un macabro mensaje, es demencial y refleja no solo el perfil sociópata de un individuo en lo personal, sino también la previsión factible de impunidad institucional.
En tanto conducta individual revela un síntoma de degradación sin límite de valores morales, así como la eliminación de cualquier lazo de simpatía humana entre el asesino-desollador y su víctima, es decir la más absoluta deshumanización propia y del otro, el cual no es visto como un ser humano, sino como una cosa que puede ser destruida, ultrajada, eliminada.
Desde una perspectiva social, quien se atreve a actuar así, dispone de la percepción de que su conducta está social o políticamente permitida, cuando no hasta directamente ordenada por la propia autoridad, y concibe de forma previsible que difícilmente será castigado, tanto porque no darán con él, o porque de hacerlo, no habrá quien le sancione o encontrará la suficiente protección para que ello no ocurra. Así, la sociopatía personal es incentivada por la usual conducta institucional que el victimario conoce y en la que se desenvuelve.
El discurso oficial insistirá en que, aunque gravísimos e inaceptables, son hechos excepcionales o aislados cuya responsabilidad, mejor aún, recae directamente en algún grupo criminal, “Guerreros Unidos”, o hasta en uno de sus operadores de menor talante: “El chuky”. Más la captura criminal de las instituciones públicas, es responsabilidad primerísima del Estado, por lo que lo ocurrido en Iguala es, en toda forma, un crimen de Estado.
El horror y las atrocidades cometidas contra los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa en Iguala nos recuerdan a dónde llegamos, de dónde venimos y a dónde vamos, de seguir la captura criminal del Estado, así sea del más menor y alejado de los municipios del país.
(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)