Un 11 de septiembre más…
Si bien el paso del tiempo tiende a diluir vidas y memorias, pareciera que algunas pocas figuras de hombres y mujeres se resisten a ello y, por el contrario, se agrandan. Salvador Allende es de esa estirpe.
Otro que al parecer también lo será, Gabriel García Márquez, escribió treinta años después del brutal golpe de estado que le llevó a la muerte aquél 11 de septiembre de 1973 un memorable artículo que dice: “A la hora de la batalla final, con el país a merced de las fuerzas desencadenadas de la subversión, Salvador Allende continuó aferrado a la legalidad…La experiencia le enseñó demasiado tarde que no se puede cambiar un sistema desde el gobierno, sino desde el poder. Esa comprobación tardía debió ser la fuerza que lo impulsó a resistir hasta la muerte en los escombros en llamas de una casa que ni siquiera era la suya, una mansión sombría que un arquitecto italiano construyó para fábrica de dinero y terminó convertida en el refugio de un Presidente sin poder…Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos, defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegítimo pero que había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo la voluntad de los partidos de la oposición que habían vendido su alma al fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda que él se había propuesto aniquilar sin disparar un tiro”.
Aun siendo la remembranza de García Márquez una reconstrucción literaria de corte épico, no deben por ello desatenderse los elementos que aporta para el análisis no solo de lo ocurrido entonces, sino de la encrucijada que las diversas acciones para la transformación social impulsadas por personas, organizaciones y movimientos sociales despliegan aquí y allá, con distintos resultados y alcances, sea para reformar, revolucionar, colapsar o sustituir el sistema político-económico-social imperante.
Allende es un héroe trágico, como el Che Guevara, César Augusto Sandino y Monseñor Romero, y en el plano cultural lo son Víctor Jara, José Martí y Miguel Hernández, por citar solo algunos de mi particular Panteón.
Los héroes trágicos no están de moda en estos días. Los apóstoles del éxito del mundo neoliberal globalizado, a fuerza de su atiborrado basural de baratijas y mercadería ideológica de autoayuda profusamente difundida, nos dicen que la derrota no tiene valor y solo los triunfadores son dignos de ser recordados o tomados como ejemplo. Divide el mundo en losers y triunfadores. La ética de los apóstoles del éxito -pariente cercana de la ética de los idiotas- solo atiende a los medios que conducen al triunfo, sin valorar la eticidad misma de los motivos, fines, medios y resultados sin reparar nunca, por supuesto, en las condiciones estructurales que les rodean, construyen, obstaculizan, impulsan e influencian.
En lo particular, me atraen más los héroes trágicos que los propuestos por los apóstoles del éxito. Quizá sea una reminiscencia hondamente anclada en mi universo simbólico colmado de valores, épicas y narraciones del martirologio católico que ha moldeado y situado la cultura latina en las antípodas del mundo anglosajón. Pero no escribo para exorcizar demonios, o al menos no sólo para eso, y tampoco en esta ocasión.
O quizá solo sea que cada 11 de septiembre me veo con mis casi once años sentado frente al televisor en blanco y negro de la casa familiar, observando y escuchando atónito, siendo testigo azaroso de la brutalidad sin sentido, con un entonces grado de inconsciencia política y social que habría de transformarse luego.
Ni siquiera la escena, de otro 11 de septiembre veintiocho años después, frente a un televisor a color de chorromil pulgadas del centro educativo en que trabajaba, viendo colapsarse las Torres Gemelas, han borrado la imagen y la sensación de aquél otro 11 de septiembre.
O, quizá también, simplemente me estoy poniendo viejo y la nostalgia y la añoranza se me apoderan, sin más y de a poco.
Me parece ahora, en la revisión final de ésta colaboración que, finalmente, sí la habré ocupado para exorcizar algún demonio. Vaya -entonces- mi botella al mar. Llegue a su destino.
(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)