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De la iniciativa de Ley para Manifestaciones Públicas

De la lectura y análisis de la iniciativa sostengo que ésta se hace eco de una serie de prejuicios que evidencian un concepto muy limitado y sesgado de la democracia y la participación ciudadana, así como desconocimiento en materia de derechos humanos. En cuanto a su contenido: la propuesta parte de un indebido supuesto; una equívoca confusión al identificar derechos; se soslayan los debidos argumentos y; mediante conjeturas dirigidas a la sensibilidad de un imaginario social negativo y discriminatorio, se termina por justificar restricciones más allá de las que la Constitución de la República establece para el derecho a la protesta.

El indebido supuesto –falso en mi opinión– se refiere a que, para la iniciativa, el derecho al libre tránsito es jerárquicamente superior al derecho a la protesta y la manifestación, pero tal inferencia ni se manifiesta abiertamente y, menos aún, se demuestra mediante razones o hechos fácticos, sólo se esbozan especulaciones soslayándose la adecuada argumentación. ¿Cuál es el razonamiento, debidamente justificado, para establecer que el derecho al libre tránsito debe estar por encima del derecho a protestar? La iniciativa no lo desarrolla.

Asumir, sin más, que el tránsito de los automóviles debe prevalecer por encima del de las ideas y del desacuerdo con la autoridad ¿es lo adecuado para la democracia y los derechos? Si es así, habría que tomarse la molestia de explicarlo siquiera. Mejor aún, habría que fundamentarlo en la Constitución, los tratados internacionales de derechos humanos suscritos por México o en alguna jurisprudencia. Pero no, basta un simple “Desde nuestro punto de vista…” al inicio del cuarto párrafo de la exposición de motivos. No más. La argumentación es pobrísima, en gran medida, porque parte de no explicitados prejuicios negativos que han sido colocados en el imaginario social respecto de la protesta social y sus manifestaciones.

Una cosa es admitir que puede existir conflicto entre ambos derechos, lo cual puede ser cierto, pero otra es que deba resolverse a favor del de libre tránsito como decanta en todo momento la iniciativa de ley. Más aún, analizando su contenido, es un equívoco referirse al derecho al libre tránsito –del que existe suficiente jurisprudencia en el país que le define con precisión– sino que esta refiere, más bien, a otro derecho, el de movilidad –que ignora la iniciativa– con lo que, ya de entrada, confunde la supuesta controversia que le da origen. Por si no bastara, el concepto de libre tránsito asumido por la iniciativa es contrario a la jurisprudencia sostenida por la SCJN, la cual no equipara a los vehículos con los peatones como en ella se infiere. En todo caso, establecer la relación jerárquica entre dos derechos en controversia corresponde, en los estados con una formal división de poderes, al Judicial. Y, para empeorar el asunto, la propuesta termina por otorgársela al Ejecutivo, a quien faculta para emitir el reglamento de la ley. Gravísimo.

Por otra parte, la iniciativa tampoco armoniza ambos derechos. En su contenido, tanto cuantitativo como cualitativo, es claro que prevalecen las restricciones a la protesta ampliándolas por encima de las señaladas en la Constitución.

A pesar de su declarado objetivo de “garantizar de forma efectiva el derecho… a manifestar su crítica o exigencia social a las autoridades”, esto no es sólo aparente, sino abiertamente falso. En todo momento la ley toma partido por las restricciones antes que por las garantías a la manifestación y la protesta.

El análisis meramente cuantitativo de la propuesta permite identificar que a lo largo de sus 30 artículos: en dieciséis (56%) aparecen restricciones a la protesta; en ocho (27%) sus garantías, y; en seis (20%) descripciones conceptuales, disposiciones administrativas para autoridades, y la inclusión de una “denuncia ciudadana”.

Al analizar las garantías y restricciones, resulta que muchas de ellas ya existen en la Constitución, leyes, códigos, reglamentos y bandos de policía y buen gobierno. Así, de las garantías para la manifestación, el 75% ya aparecen en otros ordenamientos, y de los dos artículos que colocan nuevas, el del recurso de inconformidad ante las sanciones de la ley, no se requeriría de no existir esta, por lo que la iniciativa realmente aporta un solo artículo garantista (el 10, referido a la obligación de la SSPE de brindar facilidades), el cual por cierto está condicionado a cumplir con los requisitos del artículo previo, algunos de ellos francamente absurdos.

En contraparte, tratándose de las restricciones a la protesta, el 75% de las planteadas sí son originales y novedosas, pues no aparecen en otros ordenamientos, empezando por la Constitución, desde luego. El 25% restante son impedimentos ya existentes: no portar armas; no hacer apología del delito; no proferir expresiones discriminatorias; no dañar los bienes públicos o privados, no agredir, amagar o amenazar, entre otros. Tales límites, por cierto, aplican tanto a peregrinaciones a la Basílica de Guadalupe, la Procesión del Silencio en Semana Santa y las celebraciones posfutboleras, entre otras, sin que se requieran leyes específicas para tales manifestaciones colectivas.

Queda así demostrado el alto carácter restrictivo de derechos de la iniciativa, pero no sólo ello, sino la franca hostilidad para el específico ejercicio de la protesta ciudadana de naturaleza política, al punto de hacer nugatorio tal derecho que, supuestamente, busca “garantizar”. No es verdad que lo ordene o lo armonice: lo reduce y termina por negarlo.

Así, otorga a las autoridades amplísimas facultades discrecionales para decidir, por sí y ante sí, tanto la legitimidad como la realización, el itinerario, el lugar, la fecha, el horario y el modo (por las banquetas) de las protestas, inclusive llega al punto extremo de otorgarle la abierta atribución de suspenderlas y hasta disolverlas, intrínsecamente con el uso de la fuerza –aunque no se explicite–, y de “forma inmediata” (artículos: 7, 11, 14, 16, 18 y 21). “Limitar, suspender o disolver” manifestaciones políticas es una atribución que ni los constituyentes de 1917 se atrevieron a otorgar al Estado, pero que esta iniciativa otorga generosa y discrecionalmente al Ejecutivo estatal.

Con esta ley ocurre, trayendo ejemplos en términos coloquiales, como si se entregara una pistola cargada a un niño de 6 años, o como si se diera a cuidar el rebaño de ovejas a los lobos: ingenua, o perversamente –que no es lo mismo pero, para el caso, es igual–, se terminará por lesionar lo que aparentemente se busca defender. Y ello debido a que la propuesta se hace eco de los prejuicios de un imaginario social discriminatorio, que ha sido construido intencionadamente desde el poder, en torno a la protesta social en la que esta se asocia negativamente con el caos y el desorden debido a un sesgado y estrecho concepto de la democracia. Prejuicios que la iniciativa de ley asume como evidencias, por lo que relega el argumento, y haciendo pasar la protesta como algo negativo pretende hacernos olvidar que esta es un derecho fundamental de las personas.

Es verdad que existen razones mezquinas para manifestarse y protestar, como las hay para legislar, gobernar, relacionarse, asociarse, practicar el altruismo y lo contrario, y para todo aspecto de nuestra vida social y personal, pero de ahí a promulgar una ley de carácter general en la que se otorgan generosas limitantes a un derecho y atribuciones abiertamente represivas, existe un enorme paso que se realiza sin la debida necesidad, idoneidad, ponderación y proporcionalidad, criterios de interpretación bajo los que deben considerarse cualquier restricción de derechos en conformidad con los criterios de la doctrina internacional en la materia. Y ello solo porque a un determinado sector social no le gustan cierto tipo de manifestaciones que hacen cierto tipo de personas, es decir, por un imaginario colectivo discriminador con un pobrísimo concepto de la democracia.

Creyendo o pretendiendo que se hace un bien, en realidad, se crean las condiciones para dañar, legitimando y hasta facilitando la represión. Un ejemplo es el artículo 15, donde se autoriza disolver inmediatamente la manifestación “cuando el bloqueo impida el tránsito de vehículos de emergencia como ambulancias, bomberos, protección civil, o patrullas”. Aparentemente suena bien, pero con tal disposición bastará que el gobierno envíe un falso positivo, un señuelo, y un grupo de infiltrados creando así las condiciones para disolverla, teniendo ahora una razón legal justificada. ¿No debiera, más bien, obligar mediante protocolos a la autoridad a coordinar la búsqueda de vías alternas y hasta hacer uso de ambulancias aéreas para el traslado de los hipotéticos enfermos? Eso sería armonizar derechos garantizándolos y, por cierto, para ello no se requiere de una ley de carácter general como la propuesta.

En suma, sostengo que la iniciativa de ley contraviene directamente: los artículos 19 y 20 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; 19 y 21 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; 13 y 15 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y atenta abiertamente contra la Constitución en sus artículos 1 (principio de progresividad, principio pro persona, interpretación conforme y control de convencionalidad); 6 (expresión); 9 (asociación) así como 14 y 16 (legalidad y seguridad jurídica).

Estimo, para el caso, que no se trata de modificar este o aquel aspecto de los que aquí señalo para “mejorar” la iniciativa. Asumir que se requiere una ley como la propuesta supone un pobrísimo concepto de la democracia, ya que no sólo restringe gravemente uno de sus elementos esenciales para imponer una idea parroquial de la participación ciudadana, sino que embiste abiertamente contra un aspecto particularmente importante de la dignidad de todas las personas: disentir y defenderse de la arbitrariedad del poder. De aprobarse, el mensaje enviado es claro: no hay espacio real para disentir más que el intrasubjetivo, las libertades y los derechos están a merced de la autoridad. En una sociedad pretendidamente democrática, una ley que atenta contra derechos no solo no debe aprobarse, ni siquiera debería ser puesta a consideración para ello. De aprobarse, la Comisión Estatal de Derechos Humanos estaría obligada a presentar una acción de inconstitucionalidad en su contra. He tenido ocasión de intercambiar opiniones en diversas ocasiones y temas con el Boris, como coloquialmente se conoce al diputado Alejandro Lozano que presentó la iniciativa, confío en que reflexione, recapacite o disienta con argumentos sobre lo que aquí escribo, distinguiendo como espero haberlo logrado, y hasta donde es posible, entre el contenido de la propuesta y quien la promueve. En todo caso será ocasión propicia para impulsar y elevar el nivel del debate público, otro aspecto fundamental de la democracia, tan importante como el derecho a la protesta.

(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)


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