El metal tranquilo de su voz…
Han pasado cuarenta años del golpe militar en Chile pero aún conservo recuerdos muy claros de aquél día. Cercano a los once años, mi fascinación por la historia aguzó mis sentidos cuando en el transcurso de la tarde varios cortes en la programación televisiva daban cuenta, a retazos, de lo que ocurría en Santiago de Chile.
No sabía nada en particular de la situación del lejano país austral, pero la noticia produjo en mí un gran impacto. Las crónicas no eran para menos. Un Palacio de Gobierno estaba siendo bombardeado por el ejército de su propio país ¿cómo era posible? me preguntaba, entonces. Finalmente, en el noticiero nocturno supe el desenlace: había muerto el presidente de Chile, un tal Salvador Allende, y recuerdo haber visto la escena en que envuelto en una especie de sarape era sacado su cuerpo. Aunque cabe la posibilidad de que la imagen sea un adosamiento posterior de la memoria, pues los militares controlaban ya las imágenes y noticias que salían de Chile, y ahora leo en la Revista Proceso que tal material fue grabado por cineastas de la entonces República Democrática de Alemania (del Este) y que no fue sino hasta tiempo después que apareció en un documental. Así funcionan las yuxtaposiciones de la memoria.
Me invadieron varios sentimientos sobre lo que atestiguaba aún sin tener, por aquel entonces, elementos para el análisis. El que tengo más claro y recuerdo con mayor viveza es un sentimiento de indignación ante el hecho de que un presidente hubiera sido atacado con tanta saña y ferocidad por su propio ejército. También sentí coraje. La situación me parecía tan injusta.
El tiempo, la lectura y las definiciones personales aportaron los elementos faltantes entonces para el análisis y la comprensión de lo ocurrido, y no sucedió más que corroborar lo que aquella vez, de manera intuitiva, experimenté ante aquel espectáculo de ferocidad y terror. Supe entonces de la gesta heroica y digna de Allende y del pueblo chileno empeñado en construir su futuro. Supe de la bestialidad de los asesinos y su saña. Del terror inaugurado aquel día de 1973, que contemplé a través del televisor a blanco y negro de la casa familiar.
Cuando tiempo después conocí el último discurso de Salvador Allende quedé impactado, y aún hoy me provoca sentimientos sobrecogedores. Resulta estremecedora la forma en que pudo Allende, en un trance así, ser capaz de emitir un mensaje tan pleno de convicciones éticas, cargado de hondos sentimientos, con una impecable construcción sintáctica y hasta poética, un sentido épico y con tal dominio de sí mismo y -hasta puede decirse- serenidad siendo que, como lo narran testigos presenciales, el momento era de una extrema tensión y sentado en su silla presidencial, agachado para preservar la frágil acústica del teléfono que lo comunicaba con Radio Magallanes, con su casco en la cabeza, la metralleta al lado, su mano derecha sosteniendo el auricular y cubriendo con la izquierda el micrófono para preservar la mejor calidad posible de la transmisión, fue improvisadamente hilando su inmortal alocución.
Sí, el metal tranquilo de su voz se sigue escuchando y, como lo profetizó entonces, continúa acompañando las luchas por abrir “las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.
(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)