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Las familias de las personas desaparecidas

Durante el sexenio de la muerte y las desapariciones forzadas que finalmente, él también, agoniza, las secuelas no se limitan sólo a las personas asesinadas o desaparecidas sino que los efectos se extienden a toda la red familiar y de relaciones primarias que les rodeaban.

Cualquiera que sea la cifra que se utilice para cuantificar los muertos y desaparecidos, ésta debe multiplicarse por el número de integrantes de la familia, y sumar al grupo de referencia primario no familiar, que también es impactado por los efectos de los traumáticos acontecimientos. El número, cualquiera que sea, es escalofriante.

Pero las proyecciones estadísticas no dan cuenta de la verdadera dimensión del sufrimiento personal, familiar y social que afecta a tantos miles, ni los costos humanos y sociales que deben afrontar.

El sufrimiento sin límite de las familias que súbitamente deben encarar el brusco y desgarrador hecho de la desaparición de uno de sus integrantes bien puede significar la destrucción de buena parte o de todo tipo de referente, de lógica, y de una razón admisible, que permita construir un sentido sobre lo que ocurre. La irrupción de lo traumático en la vida psíquica de los individuos y sus efectos en el entorno social, puede llegar a tener consecuencias devastadoras.

Los sufrimientos de los familiares de personas desaparecidas son múltiples y perdurables, se transmiten incluso a las segundas generaciones. Al sufrimiento psicológico se suman los efectos legales, económicos y sociales de la desaparición.

Y aunque, cada cual reacciona desde su propio y singular reservorio interno de fuerza emocional, la red de relaciones disponibles y la estructura de la personalidad individual, hay efectos comunes y generalizados.

Uno de los más lacerantes es el aislamiento. De a poco las familias suelen irse quedando solas en la búsqueda –de haberla- y en el dolor. Es un efecto perverso de la estigmatización de las víctimas: “¡en algo andaría!”, suele ser la reacción y hasta el comentario que deslizan aún familiares cercanos ante lo sucedido. No es gratuito, ha sido la especie sembrada por las autoridades de todo tipo en el país, para banalizar y minimizar su responsabilidad en el estado de cosas: “se están matando entre ellos”.

“No le busques. Van a venir por ti o por otro de ustedes”, son las recomendaciones que hasta las propias autoridades ofrecen a las familias desesperadas y aturdidas.

Algunos familiares, por temor a la reacción o por una inconsciente negación como respuesta al hecho, ni siquiera avisan al resto sobre lo sucedido: “anda en Estados Unidos…le ofrecieron un buen trabajo”. Hasta que, para evitar el dolor y las preguntas, dejan de frecuentar a la familia y los amigos. Así ocurre con la familia de Armando, luego de dos años de su desaparición.

La mamá de Aarón, se aferró durante varios meses, un año quizá, a marcar al número celular de su hijo para escuchar el mensaje grabado con su voz.

Carlos, el hijo de siete años de Eduardo, de quien nada se sabe desde hace tres años cuando transitaba por un poblado de la Zona Media trabajando como comerciante, ya no quiere ir a la escuela porque le preguntan por su papá, quien de a poco se le convierte en un recuerdo nebuloso que fácilmente olvidaría de no ser porque Yolanda, su mamá, conserva la foto que se tomaron padre e hijo una semana antes de que partiera aquel septiembre. Carlos viste de vaquero, sonriente, y Eduardo aparece orgulloso y contento. El niño atesora el sombrero, lo cuida y conserva para ponérselo cuando vuelva su papá. Otras fotografías de Carlos, en cambio, se empolvan en la averiguación previa que no da resultado alguno. En las fotocopias de ésta, que a granel se reproducen en el expediente sin sentido de racionalidad alguna o eficacia, de plano los rasgos de Carlos se diluyen. No así los problemas que enfrentan Yolanda y sus hijos, pues Eduardo era el sostén económico de la familia.

Las familias de Aarón y Eduardo, cada cual por su parte y sin conocerse siquiera, acudieron a videntes en busca de respuesta: ¿dónde está? ¿qué ocurrió? ¿por qué pasó? Hubo que pagar los servicios, desde luego.

Todavía al momento en que María del Refugio y Leticia fueron notificadas de que, tras año y medio de angustia y desazón por la desaparición de su hermano, sus restos fueron inicialmente identificados en las fosas de San Fernando, Tamaulipas, por donde quiso el azar que pasara a su regreso de la fiesta familiar que le hizo venir al pueblo natal, externaban las preocupaciones que les movieron a conservar la esperanza de encontrarlo con vida: “¿estará pasando hambre y frío? ¿estará enfermo? ¿dónde dormirá? ¿tendrá algo que ponerse encima?”.


(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)


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