El costo humano de la “guerra” contra el crimen organizado
La magnitud del drama que para nuestra sociedad está significando la espiral de violencia que asuela nuestro país, es de una magnitud que aún no ha sido debidamente ponderada, particularmente por la clase política.
Al día de hoy, las personas muertas por razones vinculadas con la acción y el combate al crimen organizado durante el sexenio calderonista suman más de 40 mil, sin contar el número de desapariciones cuya contabilidad es de difícil rastreo. De seguir las tendencias la cifra será muy superior.
Para dimensionar tales cifras conviene traer a la memoria algunas de los episodios más cruentos de los conflictos armados en América Latina durante los años setentas y ochenta, y otros que formaron parte de las llamadas “guerras sucias” de las dictaduras latinoamericanas.
Así, durante los siete años de la dictadura militar en Argentina (1976-1983) las organizaciones ciudadanas de derechos humanos estiman que desaparecieron 30 mil personas. La guerra civil guatemalteca arrojó 29 mil personas muertas y desaparecidas. La dictadura chilena (1973-1990) sumó 3,197 de acuerdo a las cifras de la Comisión de Verdad y Reconciliación, aunque se estima que la cifra real es superior. En los 21 años de dictadura en Brasil (1964-1985), fueron desaparecidas 134 personas, de acuerdo con la organización Tortura Nunca Más. La guerra civil salvadoreña (1980-1993), uno de los más cruentos conflictos de la región, dejó un saldo de 75 mil personas muertas y desaparecidas.| Es claro que, para hacer un comparativo con rigor estadístico, deben considerarse elementos tales como la proporción con el número de habitantes, así como el largo de los periodos analizados, en cada uno de los casos, pero tales ponderaciones estadísticas no dan cuenta del costo humano, así como los efectos y saldos concretos que en las víctimas y el tejido social han generado tales episodios de violencia.
Las cifras de la violencia en México no sólo se acercan ya a algunos de estos episodios, sino que las superan ampliamente. A quienes fuimos testigos, así fuera por ser meros contemporáneos generacionales o activistas solidarios, de tales tragedias nos resulta impactante saber que estamos viviendo una espiral de violencia de proporciones parecidas a las que se vivían en la América Latina de los años ochenta. No me cabe en la cabeza ni en el corazón.
La masacre a orillas del Río Sumpul, departamento de Chalatenango en el Salvador (mayo de de 1980), y la tercera peor ocurrida durante el conflicto civil, sumó 300 personas asesinadas. En el México de hoy, sumando las fosas de Durango y San Fernando, Tamaulipas, con 223 y 183 cuerpos respectivamente, se rebasa la cifra y se acerca a las 500 personas asesinadas en la Masacre de la Quesera (octubre de 1981), la segunda peor masacre del conflicto en el país centroamericano.
Lo grave de la actualidad mexicana, si cabe cualificar gravedades, es que ocurre en un contexto de ausencia de conflicto armado interno, como en algunos de los casos mencionados, y sin que se hayan suprimido las instituciones republicanas y democráticas, como en los casos de las dictaduras citadas. Es grave, en grado sumo.
Todo sugiere que el problema radica, precisamente, en el mal funcionamiento que de las instituciones republicanas y democráticas, hace la clase política mexicana. Mientras que los eventos de conflicto citados pueden explicar, sin justificar -claro-, la violencia precisamente como una situación en la que las instituciones republicanas y democráticas terminan por desaparecer, ¿cómo puede entenderse, entonces, lo que sucede en la “normalidad” institucional y democrática que, aparentemente, vive el país?
A pesar de la tozudez del gobierno federal y de la irresponsabilidad de buena parte de los gobiernos locales, algunos de los más lúcidos análisis recientes sobre la situación de la violencia en México, que conozco: Eduardo Guerrero y Fernando Escalante en la Revista Nexos, Edgardo Buscaglia, Sergio Aguayo, y el Informe Bourbaki, entre otros, apuntan en el sentido de que ha sido la estrategia implementada por el gobierno federal la que ha agudizado, expandido y extendido la violencia, en buena parte por la ausencia previa de un análisis profundo de la situación y de las posibles alternativas, así como por la no implementación de ciertas acciones que, las experiencias mundiales, demuestran ser más eficaces para combatir al crimen organizado.
(Artículo publicado en La Jornada San Luis y Revista Transición)