Ceguera y sordera política
Suponer, como suele hacerlo la clase política instalada en el poder a costo del presupuesto público del que se beneficia, que los mecanismos electorales les otorgan la necesaria y suficiente “representatividad”, no sólo es una ilusión, sino un argumento perverso que les hace, como coloquialmente se dice, “perder el piso”. La actitud de Felipe Calderón ante el fenómeno de la Marcha por la Paz con Justicia y Dignidad es, sin duda, el mejor ejemplo de ello, más no el único.
Hoy día, la violencia desbordada por efecto de las fallidas estrategias implementadas desde el poder, ha hecho estallar, en buena medida, ciertas características de la formalidad democrática. No es algo nuevo, pero la gravedad actual sí es mayor.
Desde hace tiempo sabemos que existe una grave crisis de representación en el sistema político mexicano. Así lo reflejan, persistentemente, las Encuestas Nacionales sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas (2001, 2003, 2005 y 2008), en las que solo un pequeño porcentaje de los mexicanos y mexicanas, que ronda por el quince por ciento, dicen sentirse representados en el sistema político por sus actores, particularmente los partidos políticos, que ocupan siempre los últimos lugares en la confianza ciudadana.
El carácter “representativo” de las democracias formales, es un elemento de su funcionalidad que se levanta sobre la base de una efectiva y genuina normalidad democrática. No estimo que así pueda caracterizarse el sistema político y democrático actual del país. A estas alturas y en el actual contexto, no se puede legítimamente argumentar la representatividad como efecto inmediato de los procedimientos electorales. La representatividad ciudadana debe ser replanteada en otros términos.
No se trata, desde luego, de dinamitar las instituciones, los procesos democráticos o el sistema político, pero sí de reestructurarlos profundamente y recuperarlos para que se alineen hacia las genuinas y más demandantes necesidades ciudadanas.
Pero la clase política instalada en el poder parece no dar muestras de entenderlo. Basta revisar sus agendas y sus temas, centrados esencialmente en los procesos electorales que se avecinan y la forma de sacar el mayor provecho de ellos.
Su respuesta a lo que la Marcha representa, que incluye una gama de actitudes y hasta intencionadas campañas para minimizarla, distorsionarla y difamarla, es preocupante y grave.
Por otra parte, no es fácil, tampoco, articular las diversas expresiones ciudadanas que se incluyen y suman en el movimiento que ahora se expresa en las movilizaciones por una Paz con Justicia y Dignidad. Nadie puede ostentar, ni a título personal o como movimiento social y político, la representación de todas las necesidades, los reclamos y hasta los agravios ciudadanos, cierto. Debe reconocerse, sin embargo, que a este movimiento se han estado sumando cierta parte del tejido de organizaciones y ciudadanos que, desde hace tiempo, hemos señalado la necesidad, importancia y, ahora, la urgencia de trastocar y modificar profundamente los modelos de desarrollo, político, y sociales impulsados por la clase política y que nos han conducido a la actual situación. Ello debiera ser debidamente ponderado y considerado por la clase política.
Sin embargo parece que la quintaesencia del poder, perfectamente definida en la máxima salinista del “ni los veo, ni los oigo”, se extiende en la clase política. La ceguera y la sordera se adivinan como su actitud ante la grave situación nacional. Sólo ven y escuchan lo que a sus ambiciones conviene. Su mezquindad ha cobrado ya demasiadas facturas que hacen pagar a la ciudadanía. No será siempre así, y deberían considerarlo.
(Artículo publicado en La Jornada San Luis)