Calamidad de la violencia
La crisis de violencia e inseguridad que asola a nuestro país es una calamidad política provocada tanto por condiciones sociales, así como por la complicidad e incapacidad manifiesta de quienes han dirigido las instituciones gubernamentales en las recientes tres décadas, por lo menos.
La actual crisis de inseguridad no es, como quieren presentarla, una catástrofe natural como lo son un terremoto o un huracán -por ejemplo-, sino una calamidad. Siguiendo al filósofo del derecho, Ernesto Garzón Valdés, las calamidades son hechos intencionales que causan la desgracia de inocentes y no hay forma de justificarlas, aunque se pretenda, como es el caso.
A la conformación de esta calamidad han acudido diversos elementos: una de las sociedades, la mexicana, con mayor desigualdad en la distribución de la riqueza; un sistema político corrupto y corruptor; la incapacidad institucional de establecer un Estado de Derecho; la proverbial y extendidísima impunidad; la mezquindad de la clase política que nos gobierna -sin distingos partidistas y escasísimas excepciones-; un “capitalismo de compadres” una sociedad civil débil; ciudadanía de baja intensidad, entre otros.
Todos y cada uno de tales elementos son hechos intencionadamente pretendidos tanto por actores individuales como institucionales, colectivos y sociales, según el caso. Todos son resultado de determinadas formas de relaciones sociales de distinto tipo: personales, familiares, productivas, educativas, políticas, ideológicas, morales, estructurales, pero -al fin- relaciones que han sido conformadas e instituidas por motivos sociales, y para organizar de determinada forma -y no de otra- la vida colectiva de nuestro país-región-mundo.
Todo indica que, dado que no hay voluntad para modificar los patrones de relación que la han originado, esta calamidad seguirá provocando víctimas, que no se solucionará pronto y que -por el contrario- se profundizara y recrudecerá.
Lo anterior es previsible, particularmente, por la mezquindad de miras con las que se conduce actualmente la clase política. Un ejemplo: la siempre postergada reforma constitucional en materia de derechos humanos que, la semana pasada, fue detenida por tercera ocasión, ahora por la bancada panista en el Senado, por razones homofóbicas, pues se oponen a que en el texto aparezca el abierto reconocimiento a las preferencias sexuales, aunque se argumente mezquinamente que las razones de haber solicitado el retraso de la discusión son de “técnica jurídica”. La reforma constitucional en materia de derechos humanos es un incumplido compromiso que data desde que en diciembre del 2000 el gobierno mexicano firmó un Acuerdo de Cooperación Técnica con la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos que dio lugar al "Diagnóstico sobre la situación de derechos humanos en México" (2003), el cual serviría como base para la creación de un Programa Nacional de Derechos Humanos que incluía la reforma constitucional.
De haberse realizado oportunamente, siguiendo las recomendaciones del Diagnóstico, se habría dado un paso en la dirección correcta que habría podido servir para la prevención de innumerables violaciones a los derechos humanos que la calamidad de la violencia ha traído aparejadas. Pero para la clase política han existido otras prioridades, entre ellas, azuzar y acelerar la propia calamidad.
Los azuzadores de la calamidad, contrario al grueso de la población, la enfrentan en los términos establecido por el cantautor catalán Joan Manuel Serrat: “Rodeados de protocolo, comitiva y seguridad, viajan de incógnito en autos blindados, a sembrar calumnias, a mentir con naturalidad, a colgar en las escuelas su retrato… Y como quien en la cosa, nada tiene que perder: pulsan la alarma y rompen las promesas y en nombre de quien no tienen el gusto de conocer, nos ponen la pistola en la cabeza…Se agarran de los pelos, pero para no ensuciar, van a cagar a casa de otra gente y experimentan nuevos métodos de masacrar, sofisticados y a la vez convincentes”.
(Artículo publicado en La Jornada San Luis)