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¿Qué nos pasó?

En diversos círculos de activistas sociales, tanto a nivel nacional como local, es recurrente la pregunta. Compañeros y compañeras con varios lustros y décadas de activismo social en materia de derechos humanos, con quienes he intercambiado puntos de vista recientemente, hemos coincidido en que hoy día vivimos una situación de grave descomposición política y social que no habíamos previsto o siquiera imaginado hacia la década de los ochenta cuando nuestra generación iniciaba su participación cívica.

No es sólo que los paradigmas de interpretación de la realidad social y, por ello, el de las propias motivaciones para el compromiso ciudadano han desaparecido o se han transformado radicalmente en el camino. Es más que eso.

Ya para la década de los noventa, buena parte de los viejos paradigmas habían perdido vigencia, y emergían nuevas formas de interpretación y temas de participación cívica: derechos humanos, democracia electoral, lucha contra el deterioro ambiental, respeto e inclusión de la diversidad, transparencia y acceso a la información pública, democracia participativa, construcción de ciudadanía, entre otros.

El punto es que, en ninguna de las plataformas de participación ciudadana y de los análisis que las sustentaban, parecía preverse el actual escenario de violencia generalizada e irracional que se extiende sin freno a lo largo y ancho del país y que, de manera reciente, se ha agudizado en nuestro estado.

Paradójicamente, todo indica que, ha sido justo a través de las rendijas de algunos de los cambios impulsados -particularmente la democracia electoral- , que se colaron, como efectos adyacentes y con responsabilidades claramente asignables a la clase política, el deterioro social, la descomposición política, el ascenso de la criminalidad y la violencia que se han apoderado hoy día de la dinámica social.

Hacia allá apuntan varios de los análisis. El efecto descentralizador de la alternancia en el poder, resultado de procesos electorales más ajustados a los procedimientos democráticos que se fueron instaurando paulatinamente desde mediados de los noventa, no trajeron -como lo preveía la teoría- la instauración y consolidación del Estado de Derecho, sino lo que hoy tenemos. La suposición -teóricamente previsible- de que la democracia política haría las veces de palanca para la instauración y expansión de los derechos civiles y sociales, no dio resultado. ¿Qué falló?

Desde mi perspectiva, el problema radica en que los cambios políticos y electorales, se realizaron sobre la base de un contexto institucional con escasa y sesgada penetración de los sistemas legales, con la existencia de instituciones públicas -en los tres niveles de gobierno- burocráticamente ineficientes y económicamente debilitadas que han sido incapaces de actuar como filtro y moderador de las desigualdades sociales y de la violencia, sino lo contrario.

Guillermo O´Donell, politólogo argentino contemporáneo, señala que al interior de ciertas democracias formales aparecen “zonas marrones” caracterizadas por lo anterior y, por ello, controladas, en los hechos, por grupos criminales ante la ineficacia y/o colusión con las autoridades. El concepto de “zona marrón”, en el análisis del autor, alude al carácter limitado o focalizado de tal fenómeno. Hoy día, México parece ser una, cada vez más extendida zona marrón.

No se trata, sin embargo, como concluyen y hasta pregonan múltiples actores sociales -unos por falta de análisis, otros por efecto de la psicosis social y otros más por intereses políticos y económicos- de dar marcha atrás en materia de democracia, derechos humanos, apertura en los medios de comunicación, transparencia y acceso a la información, entre otros aspectos. Una de cuyas modalidades es el regreso del PRI al poder, tan pregonado como “escenario deseable” para el 2012.

No. Debe tratarse de algo distinto.

Con este artículo retomo mi colaboración con La Jornada San Luis.

(Artículo publicado en La Jornada San Luis)


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