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Vida y muerte

La muerte, misterio absoluto y radical. Destino ineludible. Simple y llano final para algunos, punto de partida para otros. Pero siempre un momento de reflexión para quienes aún conservamos la vida.

Esta semana afronté dos distintos sepelios.

El primero familiar. Una tía paterna, María Luisa Faz, murió a los ochenta y un años. Muchos recuerdos afloran, particularmente de la infancia. Una familia típica del periodo del desarrollo sostenido de los años cincuentas a los setentas, en el país. Nuestros padres nacidos en las primeras décadas del siglo XX, con una infancia marcada por el desasosiego de las años posteriores a la Revolución Mexicana y sus secuelas de pobreza e inseguridad. Trabajadores todos a cabalidad. Llegaron a su vida adulta hacia los años cuarenta cuando el país se encaminaba por la senda del crecimiento sostenido, se casaron y nos procrearon en una etapa más bien optimista sobre el futuro, en donde era notorio el ascenso social.

Domingos familiares -fieles testigos de épocas de mayor abundancia- en los que decenas de niños y niñas abarrotábamos la casa de la abuela paterna mientras los adultos, particularmente los tíos y sus cuñados, jugaban placidamente a las cartas. Las calles eran nuestras y no de los automóviles o el tráfico. Meriendas colectivas y frugales, en estrictas rondas que iniciaban por los más chicos. Solidaridad innata, espontánea y estrechos lazos de familia nuclear en donde no podían faltar los pleitos y las trompadas entre niños y niñas. Tampoco faltaban entre los adultos, pero nos eran velados y escondidos. Posadas generosas y rituales. Alegrías simples e ingenuas, sin complicaciones. ¡Cuántas de esas cosas han muerto ya! antecediendo así las muertes biológicas de la mitad de los tíos y tías y de algunos primos y primas. Y sin embargo, algo muere en nosotros cuando muere alguien a quien hemos estado vinculados. Por lo menos así lo sentimos.

Otro sepelio: el de la Dra. Beatriz Septién, compañera de lucha por la preservación de Cerro de San Pedro y la no instalación de la Minera San Xavier.

Contrario a los lazos familiares primarios sobre los que no nos es dado elegir, los lazos que hacemos en el transcurso de nuestra vida están marcados menos por la nostalgia, y más por las causas que nos llevaron a vincularnos con tales personas: ideales, pasiones, gustos, circunstancias, convicciones, intereses mutuos, y tantas más. Pero aquí también la irrupción de la muerte nos provoca y evoca.

Beti -la "Doctora Septién"- era una presencia necesariamente alentadora, de una frescura y optimismo desbordantes. Menuda como un soplo -diría un clásico-, arrebatada por la pasión de la salud y el medio ambiente, consecuente así con su profesión médica. Pero no solo ello, consecuente sobre todo con principios éticos personales, convicciones íntimas de valor tal que merecieron la entrega y dedicación de buena parte de su tiempo y su vida, así como de los sacrificios personales, familiares y sociales que toda causa conlleva. Ocuparemos, sin duda, y extrañaremos mucho de su ánimo en la actual etapa del conflicto entre la vida y la muerte que representa el combate a la MSX

La ausencia de Beti no evoca nostalgias sino convicciones. No evoca refugio sino lucha. La coincidencia de dos sepelios de tan distintas evocaciones, no hace sino constatar la complementariedad del abrigo y del riesgo: dos de los polos, que como otros, conducen nuestro ciclo por la vida.

Vida y muerte: extremos que inevitablemente se tocan.

(Artículo publicado en La Jornada San Luis)


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