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De Nueva York a Beslán

"...pero si fuera -¡ay!- mi paisaje

sólo de ruinas intensas,

tendría la vergüenza ¿a qué más?"


Silvio Rodríguez.


DE NUEVA YORK A BESLÁN


Del 11 de septiembre del 2001 a la escuela de Beslán, y atravesando por la invasión a Irak, Abu Ghraib y el muro en los territorios ocupados de Palestina, por citar solo algunos ejemplos, la sociedad mundial contemporánea cosecha la siembra del odio y la exclusión que, a escala planetaria, ha sido cultivada por una forma de organización social que acumula beneficios y privilegios para los pocos así como carencias para los más.

Pero, en vez de dar marcha atrás o replantear siquiera el modelo de exclusión impulsado por los grandes consorcios financieros e implementado por el brazo político y militar norteamericano, así como por muchos de los dirigentes nacionales de distintas latitudes, se aprecian medidas encaminadas a reforzar tal modelo mediante el aumento de las medidas represivas y la restricción de los derechos civiles y políticos a nivel mundial.

Es, como señala el refrán popular, un intento por apagar el fuego con gasolina.

El panorama razonablemente previsible tiene un tinte apocalíptico al que, solo la humana tendencia a la esperanza, parece estar dispuesta a matizar con pronósticos de poco éxito.

Rotos los lazos de la solidaridad humana, el sentido de empatía y la comunión con el otro se abre el camino de la destrucción y la aniquilación mutua.

A la ruptura de tales lazos ha contribuido con notable eficacia un modelo de apropiación individual de los recursos sociales, económicos, culturales y naturales a través del lucro y la codicia, convertidos en virtud y parámetro del éxito por un sistema depredador que gira ciego sobre su propio eje, multiplicando y agudizando la exclusión.

Es la intolerancia su más acabado fruto, pues con ella adereza el recurso de la violencia de los unos y los otros.

Resulta terrible ver los rostros atemorizados de las víctimas de Beslán en los momentos previos a la masacre: una mezcla de incomprensión, incertidumbre y pánico. Las desgarradoras escenas de los familiares ante las víctimas. Los cuerpos inertes, inútilmente asesinados por la irracional demencia. Es un macabro espectáculo para el que no existen razones o palabras suficientes. Solo vergüenza.

Comentaban la noticia por la radio, justo por la mañana al conducir el auto y llevando a Oscar, mi hijo de ocho años, a la escuela. El también la escuchó. Alrededor de ciento setenta y cinco niños que promediaban su edad habían muerto en su propia escuela, víctimas de la intolerancia, el odio y el más absoluto desprecio por la vida humana.

Lo miré por el espejo retrovisor. Me invadió la vergüenza ¿a qué más?


(Artículo publicado en La Jornada San Luis)


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