La impunidad: vacío ético
La ausencia de pena, el no castigar a quienes cometen acciones prohibidas que, por regla general lo son explícitamente por la ley, es la antítesis del llamado Estado de Derecho. Por otra parte, es precisamente la implantación, conservación, fortalecimiento y ampliación del Estado de Derecho la función esencial de los gobiernos y sus órganos.
La impunidad puede ser resultado de varios factores que van desde la ineficiencia de las instituciones públicas para combatirla, hasta la renuncia (explícita o encubierta) de las instituciones públicas por luchar contra ella.
Pero, es necesario precisarlo, existen una serie de prohibiciones relativas a la comisión de ciertos delitos particularmente graves que atentan contra principios que las comunidades humanas, desde la local, la nacional y la internacional, reconocen como trascendentales. Tales delitos se consideran un grave transgresión porque socavan profundamente los principios que sustentan la posibilidad misma de la convivencia y preservación de la vida colectiva. Su quebranto es un ataque directo a la posibilidad misma no solo de la convivencia armónica entre los seres humanos, sino a la sobrevivencia misma de la comunidad y hasta de la especie misma.
Por ellos se les llama: crímenes contra la humanidad, de los que forman parte el genocidio, el exterminio, la desaparición forzada, la tortura, la esclavitud sexual y otros actos inhumanos que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física, más aún cuando forman parte de un ataque generalizado o sistemático contra un grupo social.
Nada puede haber más grave cuando el transgresor de tales principios es el propio Estado, como en el caso de la guerra sucia en nuestro país en la década de los 70 y 80, así como de otros actos represivos como el de Aguas Blancas, por citar alguno posterior. Toda forma de impunidad daña a la sociedad, pero ninguna lo hace tanto como la impunidad de actores gubernamentales.
La impunidad es, desde una perspectiva jurídica, la falta de sanción a quien transgrede una ley. Pero es algo más profundo aún: la impunidad deja un vacío ético en el cuerpo social, al no reafirmarse a través de la aplicación de un castigo la importancia de ciertos valores fundamentales. Queda abierta así la invitación a atacarlos de nuevo en el presente y el futuro.
La pena, el castigo legal dentro de sus límites jurídicos y éticos, tiene una función de prevención, disuasión y por ello de protección a la convivencia social. Pero esa prevención debe ser positiva, es decir, debe reafirmar ciertos valores éticos y sociales. Por ello no debe torturarse, mutilar, tratar de manera degradante, humillante e inhumana a quien delinque, o aplicarse la pena de muerte, porque tales penas son un contrasentido a los valores que deben promover la sociedad, la ética y la ley.
La impunidad, así referida, es un fracaso de las instituciones políticas creadas por la sociedad para autopreservarse de manera ordenada y armoniosa, cabe decir, "civilizadamente", fuera de la barbarie y la justicia por propia mano, más allá del primitivo "ojo por ojo y diente por diente".
Pero la impunidad, como la que hoy promueven el Poder Judicial y el PRI, al igual que la disimulada tolerancia del Ejecutivo Federal y el PAN en favor de los autores de las matanzas de Tlatelolco y el jueves de Corpus de 1971, no debe entenderse ni ser promovida como invitación al ajuste de cuentas por fuera de la ley, a la anarquía, a la subestima o la destrucción de la ley y el Estado. Al abandono de formas pacíficas, civilizadas y ajustadas a la ética para la preservación personal y comunitaria.
No. En estos momentos debe convertirse en un llamado positivo a la conciencia ética, social y política de los y las mexicanas. En un compromiso moral y político para dotarnos de mejores actores políticos e instrumentos legales para combatir la impunidad, cambiando los actuales.
(Artículo publicado en La Jornada San Luis)