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Abu Gharid

La ahora mundialmente conocida prisión iraquí, tanto por los sucesos ahí ocurridos como por la demencial secuela de la decapitación del rehén norteamericano en represalia, forman parte ya de la lista de la infamia que la memoria histórica humana debe retener si quiere conservar el sentido de humanidad. En efecto, por terrible que parezca, tener conocimiento de los grados de barbarie e inhumanidad a los que podemos llegar los seres humanos puede permitirnos, acaso, vislumbrar la posibilidad de evitar nuestra propia destrucción. Así quiero creerlo.

Quiero creer también que para quienes presencian el dolor y el sufrimiento de otros seres humanos, este conocimiento trae consigo una responsabilidad: la responsabilidad de hacer cuanto esté en su alcance, como individuos, como profesionales, como miembros de una comunidad y una sociedad para erradicar la violencia generada por la guerra, el odio, la tortura, los tratos crueles, inhumanos y degradantes, y cualquier otra forma de violencia originada por causas sociales, económicas y culturales.

El nivel de degradación al que se debe llegar para realizar los actos de tortura y humillación, como los de Abu Gharib y la decapitación de un ser humano entre otros, solo puede entenderse dentro de un proceso de deshumanización.

Toda tortura implica la deshumanización de la víctima, la eliminación de cualquier lazo de simpatía humana entre el torturador y el torturado. Ese proceso de deshumanización resulta más fácil si la víctima pertenece a un grupo social, político o étnico despreciado. La discriminación allana el camino a la tortura y esta se alimenta de aquella al permitir que no se vea a la víctima como a un ser humano, sino como un objeto que, como tal, puede ser tratado de forma inhumana. Pero el acto de la tortura deshumaniza también al torturador, lo ajena, lo excluye del ámbito de la humanidad.

Más grave aún si tal proceso de deshumanización, como hoy día, es resultado directo de toda una serie de estrategias políticas, económicas, educativas, vale decir: sociales y culturales, que pretenden construir una sociedad de privilegios para unos cuantos y de exclusión de los muchos. Esa es la causa que ha llevado a los Estados Unidos a invadir Irak, y a cometer otros tantos atropellos a la dignidad humana y al derecho internacional. La demencial reacción de decapitar en represalia a un ser humano es igualmente un síntoma de degradación sin límite, y ningún carácter reivindicativo o reactivo a otra forma de violencia previa puede justificarlo.

Todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, así como la aplicación sobre una persona de métodos tendientes a anular la personalidad de la víctima o a disminuir su capacidad física o mental, aunque no causen dolor físico o angustia psíquica, es tortura. Y cuando esta es inflingida por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia, debe ser particularmente combatida y erradicada, y los responsables sometidos a una sanción legal.

Por mucho que haya cambiado el mundo que nos rodea, el hecho de que en este momento de nuestra historia la tortura siga existiendo pone en un serio entredicho la noción misma de progreso humano.

El horror de la tortura puede disfrazarse con el uso del lenguaje y convertir los actos más terribles en algo bastante banal, como pretende hacerlo ahora el gobierno norteamericano pero, reitero: por terrible que parezca, tener conocimiento de los grados de barbarie e inhumanidad a los que podemos llegar los seres humanos puede permitirnos, acaso, vislumbrar la posibilidad de evitar nuestra propia destrucción. Así quiero creerlo.

(Artículo publicado en La Jornada San Luis)


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