Mad Max tenía razón
Todavía recuerdo aquél sábado por la tarde al salir del cine. Es muy seguro que fuera 1983, pero tal dato escapa con exactitud a mi memoria. Lo que no escapa es la mezcla de sentimientos que me asaltaron al término de la función. Salí del cine con un mal sabor de boca. Desde hacia tiempo que quería ver la película de Mad Max, pues para entonces ya hacía algunos años que su aparición (1979) había causado revuelo en el mundillo cinéfilo. Cuando la vi anunciada en cartelera, y tan cerca de donde vivía en aquel entonces, no dudé en asistir.
Me sorprendió e impactó la visión tan pesimista y apocalíptica de la película, y me resistí a cualquier tipo de concesión, artística, fílmica, argumental o temática. Para entonces no había oído aún hablar de posmodernismo o cosas por el estilo, pero pensé que tal visión tan pesimista de la realidad era típicamente de una mentalidad occidental desencantada y hasta decadente, y diametralmente opuesta a la tan festiva y esperanzadora visión propia de nuestra latinidad. Sentí hasta pena por aquellos que, como el director y el guionista, manifestaban una concepción tan desencantada sobre el destino de la humanidad.
Más inclinado a las historias épicas, por aquella época también, había visto y disfrutado Reds (1981), la epopeya de la revolución bolchevique de noviembre del diecisiete enmarcada en el pasional romance de John Reed y su amante, estelarizada por la bellísima Diane Keaton. Contemporánea es también la epopeya fílmica de Gandhi que en el ochenta y dos había arrasado con nueve óscares, con la magistral actuación de Ben Kingsley y que también había visto un poco antes. Mad Max, en contraste, me pareció anticlimática, desoladora y bizarra. Por momentos desee haber desistido de asistir en esa tarde de ocio al cine y haber invertido mejor mi tiempo en alguna buena lectura, o algo más provechoso.
MI contexto personal, y desde luego que hasta el contexto mundial era distinto, y el regional más aún. En Nicaragua la revolución sandinista era una luz de esperanza propia de mi generación. América Central parecía estremecerse por los dolores previos al parto de una sociedad dispuesta a cambiar definitivamente su destino.
Cierto optimismo histórico, tan propio de los setentas y el inicio de los ochenta en ciertos círculos académicos, permeaba mi manera de pensar y las propias decisiones vitales que entonces alimentaba y que, aún hoy y de algún modo, me empeño en conservar.
En ese entonces no alcancé a entender el carácter premonitorio que la película de Mad Max anunciaba. Ni supuse que la evolución del mundo contemporáneo, los acontecimientos sucedidos y los onces de septiembres de las casi dos décadas que hoy me separan de aquella tarde sabatina, me harían entender el tono profético del descarnado filme.
Una globalización depredadora de la población y el planeta; la pauperización acelerada de amplios sectores de la humanidad que contrasta con la acumulación de bienes y servicios en unos pocos individuos y naciones; la violencia y el terrorismo tanto estatal como de particulares convertido en mecanismo de intolerancia mutua; el desencanto como alimento espiritual, ideológico y político; el cinismo y la impunidad de los poderosos de nuevo y viejo cuño; la hipocresía ritual y doctrinal elevada a rango de religión. En suma: la globalización de la exclusión, de la miseria, la ira y la intolerancia nos ha acercado cada vez más a la atmósfera desoladora y apocalíptica que presagiaba el filme.
Como dice otro narrador apocalíptico del mundo contemporáneo: perdonen la tristeza (Joaquín Sabina)
(Artículo publicado en La Jornada San Luis)